El silencio positivo en las leyes autonómicas de transparencia es inconstitucional por invadir la competencia estatal: STC 4/10/2018

Como un jarro de agua fría me ha sentado la Sentencia del Tribunal Constitucional de fecha 4/10/2018 que estima la cuestión de inconstitucionalidad nº 5228-2017, planteada por la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, y, en consecuencia, declara que el art. 31.2 de la Ley 8/2015, de 25 de marzo, de Transparencia de la Actividad Pública y Participación Ciudadana de Aragón, así como la expresión “y sentido del silencio” contenida en su rúbrica son inconstitucionales y nulos. Y esta es la razón en que se apoya el Tribunal Constitucional:

«Es preciso finalmente verificar si la contradicción entre ambas normas, la estatal y la autonómica, es efectiva e insalvable por vía interpretativa, ya que en otro caso no habría invasión competencial (SSTC 181/2012 y 132/2013).

Al comparar ambos textos legales, puede concluirse que la contradicción normativa entre los dos textos es cierta e incontrovertible, sin que la misma pueda salvarse por vía aplicativa. Es evidente que los dos modelos de regulación del silencio establecidos en los arts. 31.2 LTPC y 20.4 LTAIBG se encuentran completamente enfrentados: la norma autonómica establece que si “en el plazo máximo establecido no se hubiera notificado resolución expresa, el interesado o la interesada podrá entender estimada la solicitud”, mientras que la ley estatal prevé que “transcurrido el plazo máximo para resolver sin que se haya dictado y notificado resolución expresa se entenderá que la solicitud ha sido desestimada”. La contradicción entre la norma –la autonómica- que establece un régimen general de silencio positivo y la estatal que prevé el silencio negativo es evidente (…)  

En conclusión, puede afirmarse que el art. 20.4 LTAIBG está amparado por el título competencial del art. 149.1.18ª CE (regulación por el Estado del “procedimiento administrativo común, sin perjuicio de las especialidades derivadas de la organización propia de las Comunidades Autónomas”) y que la contradicción entre aquel precepto estatal y el aquí cuestionado –art. 31.2 LTPC-, es efectiva e insalvable, pues uno y otro establecen regímenes de silencio administrativo incompatibles. De ello se sigue lógicamente la inconstitucionalidad de la norma autonómica por vulnerar indirecta o mediatamente el art. 149.1.18ª CE, lo que obliga a declarar su nulidad de acuerdo con el art. 39.1 LOTC. Esta declaración debe extenderse a la expresión “y sentido del silencio” contenida en la rúbrica del art. 31 LTPC, la cual carece de sustento al haberse expulsado del ordenamiento jurídico el precepto cuestionado».

Las Leyes autonómicas de transparencia que contemplan el silencio administrativo positivo son, además de la aragonesa, la valenciana, catalana y navarra. Está claro que estas leyes se ven ahora afectadas por esta Sentencia del Tribunal Constitucional, que no comparto en absoluto.

Y no la comparto por las razones magníficamente expuestas en el voto particular suscrito por el Magistrado Cándido Conde-Pumpido Tourón:

a)  «(…) la norma estatal no está regulando un tipo de actividad administrativa, sino el ejercicio de un derecho público-subjetivo, del que son titulares todas las personas, consistente en el acceso a la información pública. Este “derecho a saber”, que solo puede ser limitado en los casos y en los términos previstos en la Ley, tiene importantes vinculaciones con derechos constitucionales y fundamentales: tiene una vinculación estrecha con el derecho constitucional autónomo de acceso a archivos y registros administrativos [art. 105 b) CE]; y vinculaciones indirectas, en cuanto dotado de carácter instrumental para su ejercicio, con derechos fundamentales como las libertades de información, de expresión y de participación o el derecho a la tutela judicial efectiva. El acceso a los documentos de las instituciones de la Unión ha sido incluso expresamente reconocido como derecho fundamental por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (art. 42) (…)

b) (…) Que su objeto de regulación no se reduce a una mera actividad administrativa, lo corrobora también la determinación legal de los sujetos obligados. La Ley 19/2013 no se aplica solo a las Administraciones públicas, sino también a múltiples sujetos que no son Administración ni desempeñan funciones administrativas, incluidas sociedades mercantiles y la Casa Real (art. 2); e incluso, por lo que respecta a la llamada “publicidad pasiva”, se aplica también a los partidos políticos, los sindicatos y las asociaciones de empresarios (art. 3). Atendiendo al objeto y los destinatarios de la regulación en la que se inserta la norma estatal, el fundamento competencial del art. 149.1.18 CE resulta, en mi opinión, insuficiente (…) 

c)  (…) el título competencial del art. 149.1.18 CE que invoca la Ley 19/2013 resulta insuficiente no solo para amparar la amplia y detallada regulación que contiene la Ley 19/2013, sino también, en particular, para establecer el sentido negativo del silencio administrativo en el procedimiento de acceso a la información pública, que es la cuestión controvertida en este proceso. Incluso concibiendo la regla del silencio negativo contenida en el art. 20.4 de la Ley 19/2013 como norma básica del régimen jurídico de las Administraciones Públicas, su condición de “mínimo común denominador legislativo” no debería impedir que las comunidades autónomas, mediante el establecimiento de reglas de silencio positivo, reforzaran el acceso de sus ciudadanos a la información pública y el cumplimiento de la obligación de la Administración de resolver en plazo (…)». 

En cuanto a los efectos prácticos de esta Sentencia del Tribunal Constitucional, aunque las leyes autonómicas de transparencia de Cataluña, Comunidad Valenciana y Comunidad Foral de Navarra no han sido declaradas formalmente inconstitucionales, también invaden la competencia exclusiva del Estado en la regulación del silencio administrativo al contemplarlo como positivo, por lo que las entidades públicas sujetas a dichas Leyes autonómicas y a las posibles ordenanzas locales que también contemplen el silencio administrativo como positivo pueden sencillamente no aplicarlas al amparo de esta Sentencia del Tribunal Constitucional.

En mi opinión, el silencio administrativo positivo estaba dando muy buenos resultados. Basta ver las numerosas resoluciones dictadas por la Comisión de Garantía del Derecho de Acceso a la Información Pública de Cataluña (GAIP) y por el Consejo Valenciano de Transparencia, en las que las entidades públicas que no habían contestado al solicitante en el plazo de un mes, facilitaban la información de inmediato cuando el órgano garante de la transparencia le emplazaba para alegaciones en el plazo de 15 días, una vez presentada la reclamación por el solicitante.

El silencio positivo también estaba acabando con la inaceptable falta de respuesta de la Administración, que suele ser la tónica general cuando el silencio es negativo.

Por ello, ahora más que nunca, es necesaria la reforma de la Ley estatal 19/2013, de transparencia, para modificar, en otros extremos, el sentido del silencio y contemplarlo como positivo.

De lo contrario, continuaremos asistiendo en pleno siglo XXI a una Administración pública que incumple con su obligación de contestar a los escritos o solicitudes presentados por los ciudadanos y que, como premio por dicho incumplimiento, se reconoce los efectos negativos de su silencio para el ciudadano, a quien se le castiga con conformarse esperando eternamente una respuesta que nunca llega o a reclamar o recurrir a ciegas sin saber los motivos que luego puede oponer extemporáneamente la Administración.

No hay derecho. Basta ya de privilegios injustificados para la Administración. Los ciudadanos tienen derecho a recibir una respuesta en tiempo y forma, se merecen un respeto. Vamos, digo yo. Y si la Administración, a pesar de los medios y adelantos tecnológicos, no ha querido responder en forma, el ciudadano tiene derecho a entender concedido aquello que ha pedido y que la Administración no ha denegado de forma justificada dentro del plazo legal.

Hay que reformar la ley de transparencia en todas las cuestiones que llevo denunciando en comentarios anteriores, entre otros extremos, en recoger el sentido del silencio como positivo. Ya está bien de «seguir legalizando», permitiendo y consintiendo la patología administrativa de incumplir la obligación de contestar a los ciudadanos.

La cultura del silencio y la transparencia

La cultura del silencio.

– La burocracia.

El mayor o menor acceso a la información pública o de interés general depende en gran medida de las personas encargadas de permitir dicho acceso.

El conjunto de autoridades, funcionarios o empleados públicos que poseen la valiosa información sobre la actividad de los poderes públicos y que tienen en sus manos el poder de decidir facilitarla o no, constituyen la llamada “burocracia”.

Hay que notar que la problemática de la falta de acceso de información en poder del Estado no sólo proviene de su normativa o de la falta de ella, sino también de la cultura del secretismo[1]. En este aspecto, la reticencia de los funcionarios a entregar información puede desactivar las legislaciones más ambiciosas y avanzadas en la materia.

Así, por ejemplo, la Administración pública se ha caracterizado históricamente, de una parte, por la amplia discrecionalidad de que ha gozado para decidir sobre la publicidad de los documentos, y de otra parte, en el deber estatutario de discreción de los empleados públicos[2], reforzado por una arraigada «cultura del secreto» como instrumento de poder o dominación[3].

Como ya se ha dicho, las enormes posibilidades informativas que ofrece internet impide seguir manteniendo indefinidamente la “cultura del secreto o del silencio”, para abrir las puertas a una nueva forma de ser de los poderes públicos, la “cultura de la información”.

Este proceso de apertura es irreversible y se está desarrollando en todos los países democráticos. No obstante, no está exento de dificultades. La burocracia se resiste a perder su poder a favor de los ciudadanos y tiende a seguir manteniendo en secreto sus informaciones más valiosas o comprometidas para conservar sus ventajas y evitar cualquier atisbo de crítica.

Todos los ciudadanos nos relacionamos con ese aparato burocrático. Está presente en muchos aspectos de nuestra vida cotidiana: prestación de servicios sanitarios, educativos, sociales, pago de impuestos, sanciones, solicitud de permisos, licencias, etc. El poder de la burocracia es enorme. Aunque parezca innecesaria, farragosa y antieconómica, los ciudadanos no tienen más remedio que obedecer sus dictados.

Así, por ejemplo, si se necesita una licencia, hay que presentar la documentación requerida, esté o no prevista legalmente, o no se obtendrá de forma rápida. Si se desea obtener una determinada información, hay que seguir las instrucciones marcadas por las autoridades políticas o los funcionarios o, de lo contrario, dicha información no será facilitada por mucho que la legislación lo permita y, en su caso, habrá que esperar a una futura sentencia judicial que lo imponga con un excesivo retraso cuando, quizás, dicha información ya no sea necesaria u oportuna.

Y estas trabas burocráticas se reproducen en cada poder público –legislativo, ejecutivo y judicial- y en las distintas instancias territoriales –estatales, regionales y locales-. La lucha del ciudadano que tiene que relacionarse con todas ellas es titánica.

En opinión de WEBER, <<el principal factor de la superioridad de la administración burocrática es el papel del conocimiento especializado>>[4]. Los funcionarios ostentan el poder y ejercen una importante dominación porque son expertos en la materia. Tienen acceso a la información y, además, mucha experiencia en la tramitación de los procedimientos.

La misma burocracia intenta preservar su poder reaccionando con virulencia cuando se denuncia su tendencia al secretismo y a mantener en sus manos la información privilegiada. Esa reacción consiste en negar la falta de transparencia y tratar de ocultar los casos de corrupción que puedan aflorar, restándoles importancia.

Son muchos los que piensan que no hay que hablar de los males de la burocracia ni de los casos de corrupción porque se perjudica a la paz social y al sistema democrático. Ello no es cierto. Así lo denuncia NIETO GARCIA al afirmar que <<quien desacredita la democracia es el que conoce sus vicios y los silencia. Quien finge ignorar que está saliendo humo es el mejor propagador del fuego. La corrupción debe silenciarse por una especie de razón de Estado>>[5].

 Esta cultura del silencio de la burocracia ante los casos de corrupción o falta de transparencia interpreta la ausencia de un fuerte rechazo social o de reprobación de estos comportamientos como un consentimiento tácito de los ciudadanos, que los entienden como una suerte de males necesarios o inevitables de cualquier sistema democrático.

Sin embargo, se considera que esa interpretación es errónea, como razona GARCÍA DE ENTERRÍA, para quien <<la ausencia de quejas o de reclamaciones puede ser debida a un consenso manipulado, o al fatalismo, a la desesperación, a la apatía, a la internalización por el dominado de los valores y creencias del dominador, a la adaptación del oprimido a la opresión, la cual desarrolla, característicamente, una <<cultura del silencio>>[6].

 Las personas se quejan de la opacidad del sistema burocrático. Claro que sí. No hay más que hablar con los ciudadanos que han padecido las trabas y los obstáculos de la burocracia para, por ejemplo, solicitar una subvención u obtener las autorizaciones necesarias con el objeto de poner en marcha un negocio.

Lo que sucede es que los medios o instrumentos existentes para reaccionar contra esas trabas y la falta de transparencia no funcionan. No hay instituciones, salvo la judicial, que pueda imponer su voluntad contra la burocracia. Los defensores del pueblo emiten recomendaciones, pero su cumplimiento no es obligatorio para los burócratas. Las decisiones judiciales sí que son preceptivas, pero el coste temporal y económico es inasumible para la mayoría de los ciudadanos. Los procesos judiciales suelen ser demasiado lentos y costosos.

 Es notorio que quienes ejercer el poder consideran que los documentos administrativos no pertenecen a los ciudadanos sino a ellos mismos. La cultura burocrática es, por naturaleza, introvertida. En mi opinión, la generalidad de los ciudadanos ni siquiera es consciente de que tiene derecho a acceder a la información pública. Y si el propio ciudadano no presiona para vencer la fuerte resistencia opuesta por las autoridades y funcionarios, el acceso a la información no es factible[7].

No hay que perder de vista la idea central expuesta en la Introducción del presente trabajo. La información pública o de interés general que se encuentra en manos de entidades o instituciones, públicas o privadas, que se financian total o parcialmente con fondos públicos, no pertenece a la burocracia, ni a las personas que la ostentan en su poder, sino al conjunto de la ciudadanía, ya que dicha información es obtenida con el dinero que pagan los contribuyentes.

Por esta elemental razón de justicia y por la necesidad democrática de que los ciudadanos sepan qué hacen los poderes públicos con su dinero, la burocracia debe evolucionar desde la tradicional cultura del silencio a la cultura de la apertura y la transparencia, poniéndose al servicio de quien la hace posible y la mantiene económicamente, los ciudadanos.

– Los motivos que explican la resistencia a facilitar información. 

Los cambios culturales necesitan mucho tiempo para consolidarse. No se puede pasar en poco tiempo de una “cultura del secreto o del silencio” a una “cultura de la apertura o la transparencia” en el funcionamiento y la actividad de los poderes públicos.

Además de los cambios legislativos necesarios y de la decidida voluntad política de impulsarlos y aplicarlos, es fundamental que la mentalidad de las autoridades políticas y funcionarios públicos cambie[8]. Se trata de modificar su “forma de ser”, de interiorizar que están al servicio de los intereses generales de las personas, no al servicio de sus propios intereses, y que toda la información pública o de interés general que poseen, no les pertenece a ellos, sino a quien les pagan, a los ciudadanos.

Y ya se sabe lo que cuesta cambiar la “forma de ser” de las personas. No es tarea fácil. Detrás de ese objetivo hay muchas horas de trabajo, motivación, esfuerzo y disciplina.

Buena parte de este cambio vendrá propiciado por la existencia de una constante e intensa presión social de la opinión pública. Los ciudadanos deben ser exigentes con el comportamiento de las autoridades políticas y los funcionarios, denunciando todos los casos de abusos burocráticos o falta de transparencia.

Es cierto que la denuncia no garantiza la censura o reprobación al político o funcionario, pero el silencio de los ciudadanos ante estos comportamientos asegura y garantiza su continuidad y la inmunidad frente a los mismos.

Las autoridades políticas y los funcionarios han gozado tradicionalmente de una <<amplia discrecionalidad para decidir>>, caso a caso, acerca de la comunicación de los documentos administrativos[9]. Ello obedece al hecho de que, por un lado, no había una regla de comportamiento general y objetiva, y por otro, el estatuto disciplinario castiga a los funcionarios que incumplan el deber de sigilo respecto a los asuntos de que conozcan. En estas circunstancias, el secretismo imperante garantizaba el poder y la dominación de la burocracia.

La resistencia a perder este poder es el principal escollo para lograr una auténtica y real transparencia informativa de los poderes públicos. Un experimentado funcionario me dijo aquello de que “quien da la información, se queda sin ella”. Y esta expresión resulta muy reveladora de lo que se quiere decir.

La información es más valiosa cuantas menos personas la conocen. La autoridad política o el funcionario que la tiene en su poder se resiste a compartir la información para mantener todo su valor, bien porque se trata de información privilegiada, bien porque dicha información puede ser comprometida y se pretende poner a salvo de cualquier crítica por parte de la opinión pública.

Si los ciudadanos no conocen cuántas viviendas se van a construir realmente o cómo se va a ver afectado el medio ambiente, más fácil será ejecutarlo porque no existirá oposición ciudadana. Por el contrario, si los vecinos están informados de lo que realmente se pretende hacer pueden defender sus intereses y oponerse al proyecto, y ello ya no interesa al político o funcionario “empeñado” en su ejecución.

La aplicación de una política de transparencia, como la puesta en marcha de cualquier tipo de política, implica el cumplimiento de unos compromisos que muchos políticos o funcionarios pretenden presentar como excesivamente gravosos para dejar las cosas como están y no perder su poder de dominación mediante la posesión de la información en exclusiva.

Así, entre los motivos disuasorios que se siguen utilizando destacan los relacionados con los costes económicos -organizativos, formación de personal, tratamiento, reproducción y conservación de la información, etc.- y los efectos negativos de la transparencia en sí -sobreexplotación informativa, desorientación en la utilización de la información, manipulación externa de la información o el efecto distorsionador sobre el proceso decisional, etc.- [10].

 No obstante, todo este conjunto de “excusas”, a mi juicio, no tienen entidad suficiente para enervar las enormes ventajas que tiene la transparencia informativa para los ciudadanos.

Se habla del coste económico como un inconveniente, cuando dicho coste, hoy en día, gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, sería mínimo, puesto que la gran mayoría de la información pública o de interés general que manejan en la actualidad los poderes públicos se escanea y obra en soportes informáticos y su publicación en la página web no tiene un coste económico importante.

La formación del personal tampoco sería muy costosa en términos económicos y temporales, ya que se podrían realizar cursos online sobre una materia que tampoco resulta muy compleja técnicamente.

Otra de las razones que se oponen como resistencia al cambio es el miedo a que el funcionamiento normal de los poderes públicos se vea afectado por la necesitad de contestar y atender al alud de solicitudes de información que se presentarían por los ciudadanos como consecuencia de incrementar la transparencia.

Ello no es necesariamente cierto. Por ejemplo, en Alemania, como consecuencia de la entrada en vigor el 1 de enero de 2006 de la Ley sobre la Libertad de Información, se temía que la ampliación del número de personas legitimadas para iniciar un proceso administrativo aumentara el peligro del colapso de la actividad administrativa.

Sin embargo, la reforma legislativa no ha causado el colapso previsto. Es cierto que, la Administración no ha aumentado sus recursos personales y materiales a causa de la ampliación del número de personas legitimadas a solicitar información, por lo que queda obligada a resolver estas solicitudes con los mismos medios, lo que obliga a reducir los recursos temporales y materiales en torno a las otras solicitudes. Sin embargo, la nueva operativa no ha causado el colapso previsto[11].

Por otra parte, el derecho a la protección de los datos personales se está convirtiendo en la excusa preferida para denegar sistemáticamente las solicitudes de acceso a la información. Cuando no se quiere facilitar la información interesada por el ciudadano, las autoridades políticas o los funcionarios efectúan una interpretación cada vez más amplia del concepto de dato personal para denegar todos aquellos documentos que se refieran a alguna persona, lo que sucede en la gran mayoría de las ocasiones.

Se hace ineludible cohonestar el derecho a la protección de los datos personales con el derecho de acceso a la información para ponderar la aplicación de ambos derechos en lugar de utilizar el primero para desactivar o desplazar al segundo. Más adelante analizaremos con detenimiento la aplicación del principio de proporcionalidad entre la protección de los intereses públicos y privados en esta materia.

Dicho esto, también conviene tener presente otro motivo de resistencia a facilitar la información. La sanción disciplinaria. En muchos países –entre ellos, el nuestro-, como después tendremos ocasión de comprobar, los funcionarios pueden ser sancionados por facilitar información y, por el contrario, no pueden ser sancionados por no entregarla. La conclusión es obvia. El funcionario no sólo no facilita la información, sino que ni siquiera se molesta en contestar al ciudadano.

Junto a la sanción disciplinaria, existen otras razones en la mentalidad del funcionario, ya que son muchos los que consideran que facilitar información no entra dentro de sus funciones y cometidos, y que, además, <<no tienen tiempo ni recursos para ello>>[12]. Piensan que ello aumentará su carga de trabajo con riesgo de paralizar la tramitación ordinaria de los asuntos que están despachando.

Desde el punto de vista del funcionario, la obligación de facilitar información a los ciudadanos se vive como una especie de tarea adicional a las que ya tienen encomendadas, y que lo único que le puede traer es complicaciones disciplinarias por entregar más información de la permitida o retrasarse en el ejercicio de sus cometidos.

Por ello, algunas autoridades políticas y funcionarios públicos prefieren abusar del silencio administrativo y “dar la callada por respuesta” para no comprometer su libertad de decisión y actuación –“no pillarse los dedos”-, evitar incurrir en supuestos de responsabilidad patrimonial por facilitar información errónea, incompleta o no actualizada y, finalmente, porque el hecho de publicitar sus actuaciones permite que los ciudadanos puedan controlar el poder público, criticar sus decisiones u omisiones y obligarles a que rindan cuentas de su gestión.

[1] MENDEL, T., Freedom of Information: A Comparative Legal Survey, United Nations Educational Scientific and Cultural Organisation (UNESCO), 2003, pág. 27.

[2] BLASCO DÍAZ, J.L., <<El sentido de la transparencia administrativa y su concreción legislativa>>, en GARCIA MACHO, R. (ed), Derecho administrativo de la información y administración transparente, Marcial Pons, Madrid, 2010, págs. 128 y 129. El autor destaca como una posible causa del silencio de los funcionarios a facilitar información el entendimiento amplio o inseguro del tradicional deber de sigilo, recogido ahora en la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, como deber de confidencialidad, y que se sitúa junto al de transparencia (art. 52). A este respecto se establece tanto que los empleados deberán guardar la debida discreción sobre aquellos asuntos que conozcan por razón de su cargo (art. 53.12), como que deberán informar a los ciudadanos sobre aquellas materias o asuntos que tengan derecho a conocer (art. 54.4). Sin embargo, sólo se recoge como falta disciplinaria la publicación de la documentación o información a que tengan o hayan tenido acceso por razón de su cargo o función (art. 95.2.e), y no el no suministrar información al ciudadano, como por ejemplo se hace en la Freedom Of Information Act británica.

[3] FERNÁNDEZ RAMOS, S., <<Algunas proposiciones para una Ley de acceso a la información>>, en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nº 105, septiembre-diciembre de 2002, pág. 4. Vid. FRUG, G.E., <<The ideology of bureaucracy in American Law>>, Harvard Law Review, April, 1984, pág. 4.

[4] WEBER, M., Sociología del Poder. Los Tipos de dominación, Alianza editorial, Madrid, 2012, págs. 87 a 91.

[5] NIETO GARCÍA, A., Corrupción en la España democrática, 1ª ed., Ariel, Barcelona, 1997, págs. 43 y 102.

[6] GARCÍA DE ENTERRÍA, E., Democracia, Jueces y Control de la Administración, 3ª ed., Civitas, Madrid, 1997, págs. 107. El autor cita el trabajo del profesor Joel F. Handler, Discretion: power, quiescence and trust, incluido en el volumen colectivo The uses of discretion, 1992, dirigido por Keith Hawkins, en los <<Oxford Socio-Legal Studies>>, Clarendon Press, Oxford, 1992. El trabajo de Handler, en págs. 331 y ss.

[7] BLASCO DÍAZ, J.L., <<El sentido de la transparencia administrativa y su concreción legislativa>>, en GARCIA MACHO, R. (ed), Derecho administrativo de la información y administración transparente, Marcial Pons, Madrid, 2010, págs. 128 y 129.

[8] “Panorama de las Administraciones Públicas 2009”, 1.ª ed., Instituto  Nacional  de  Administración  Pública. Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), Madrid, 2010. Disponible en la web: http://www.oecdbookshop.org/oecd/ ;   fecha de consulta: 18 de septiembre de 2017, pág. 57. Se deben rescatar valores públicos básicos como la integridad, la transparencia, la responsabilidad, la equidad y la participación en un conjunto de herramientas de mejora de la eficacia y la eficiencia. Los valores son la base de los servicios públicos. Se manifiestan en la cultura de las organizaciones y se manifiestan mediante las actitudes, la conducta de los empleados y la adopción de decisiones. Los valores sirven de guía al sentido común acerca de lo que es bueno o malo sirviendo al interés público. Además, los valores manifestados en los documentos públicos dan forma a las expectativas de los ciudadanos sobre la misión, la visión y las actividades diarias de las organizaciones del sector público. Existe una creencia en aumento, sobre que los funcionarios públicos no están únicamente motivados por la gratificación de la actuación, y que los valores del servicio público juegan también un papel en la promoción de la actuación y la integridad del gobierno. Se ha constatado un cambio significativo en los valores principales manifestados del servicio público entre 2000 y 2009. Por ejemplo, el número de países que identifica la transparencia como un valor principal del servicio  público  casi  se  duplicó  en  la  década  pasada,  mientras  que  la  eficacia también se  identifica  cada  vez  más  como  un  valor  principal  por  los  países miembros de la OCDE.

[9] FERNÁNDEZ RAMOS, S., <<Algunas proposiciones para una Ley de acceso a la información>>, en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nº 105, septiembre-diciembre de 2002, págs. 4 y 5.

[10] BLASCO DÍAZ, J.L., <<El sentido de la transparencia administrativa y su concreción legislativa>>, en GARCIA MACHO, R. (ed), Derecho administrativo de la información y administración transparente, Marcial Pons, Madrid, 2010, pág. 130.

[11] MARTÍNEZ SORIA, J., <<El acceso a la información pública según la ley alemana sobre la libertad de información (informationsfreiheitsgesetz)>>, en GARCIA MACHO, R. (ed), Derecho administrativo de la información y administración transparente, Marcial Pons, Madrid, 2010, pág. 193.

[12] TRONCOSO REIGADA, A., Transparencia administrativa y protección de datos personales, Agencia de Protección de Datos de la Comunidad de Madrid, Madrid, 2008, pág. 175.